¡Viva Cristo Rey!

Por el Padre Jairo Gregorio Congote

En la parábola del juicio final, Cristo aparece como rey, pastor y juez. Cristo resucitado es la primicia de la nueva humanidad de los redimidos y tiene el señorío universal. Él es también pastor que guía al pueblo de Dios, y hace justicia siguiendo la ley del amor a los humildes, con quienes él se identifica. Destinatarios y sujetos de ese juicio son todos los hombres. En esto se diferencia esta parábola de todas las demás, que se orientan a los discípulos, a los cristianos, a la comunidad de la Iglesia. Aquí se habla de todas las naciones; por tanto, judíos y gentiles, cristianos y paganos, creyentes y ateos. El código, ley y programa de examen para el juicio no serán otros que el amor al hermano. El hecho de que Cristo se identifique con los pobres, los marginados y los que sufren, y además los llame sus hermanos menores, nos descubre cuán lejos está de la doctrina y conducta de Jesús toda idea triunfalista. La soberanía de Cristo como Rey del Universo, que celebramos, es muy especial, porque su reino no es como los de este mundo. Por eso Jesús desbarata nuestras categorías, según las cuales tendemos a identificar la autoridad y el poder con el dominio y no con el servicio.
Al hacer gravitar el juicio sobre el amor al hermano necesitado, se produce una concentración en la realidad cristiana fundamental que lo engloba todo: el amor. Porque amar es cumplir la ley entera. Todo hombre es mi prójimo, mi hermano, y no solo el pariente o el connacional. Y cuanto más necesitado, es más prójimo y más hermano, porque en su rostro brilla más claramente la imagen de Jesús. Todo el que ama al hermano, especialmente al que sufre por una u otra causa, es heredero del reino de Dios. No es la ideología ni las palabras lo que salva o condena, sino las obras. Jesús lo advierte: No todo el que dice “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre. La señal por la que conocerán que son discípulos míos, será que se amen unos a otros. El dictamen final no será más que hacer pública la sentencia que día a día vamos pronunciando nosotros mismos con nuestra vida de amor o desamor. Los hombres serán juzgados según la aceptación o el rechazo de Cristo a quien no vemos en carne y hueso, pero que se identifica con cuantos sufren en la tierra de los hombres. El prójimo es así la pantalla de nuestra vida, el vídeo para leer nuestra conducta, el espejo para recomponer nuestra figura cristiana, porque “quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1Jn 4,20). La sensibilidad y solidaridad efectivas ante el dolor ajeno son, pues, la medida exacta de nuestro cristianismo.
El compromiso efectivo de nuestra fe y de nuestro seguimiento de Cristo se comprueba al ras de la vida, en el empeño por la promoción del necesitado. En el acto penitencial del comienzo de cada eucaristía hemos de examinarnos del amor, antes de presentar la ofrenda ante el altar. Este examen de amor es vigilancia cristiana. El ver como lejano el juicio último es un engaño, porque está ya presente. Por eso cada domingo hemos de repetir conscientemente, y hoy más que nunca, en nuestra profesión de fe, el credo: Creemos que el Señor “vendrá de nuevo con gloria para juzgar a vivos y muertos; y su reino no tendrá fin”. Sería bueno repetir las siguientes palabras como oración en este tiempo de Acción de Gracias: Nos cuesta mucho, Señor, ver a Jesús en los pobres, en los marginados, en los rudos, antipáticos y maleducados.  Haznos ver en ellos la cara oculta del Cristo sufriente. Enciende nuestros corazones con el fuego de tu palabra y danos tu Espíritu de amor que nos transforme por completo para que, amando a todos, aprobemos tu examen final. Amén.

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