Jesús es el primogénito y es consagrado al Señor.
Por Padre Gregorio Congote
Vemos en el evangelio como los padres de Jesús van a presentarle a Dios en el Templo de Jerusalén, tal y como marcaba la ley, 40 días después de su nacimiento. Jesús es el primogénito y es consagrado al Señor. Lo mejor de cada casa, de cada cosecha, de cada animal es dado al Señor en acción de gracias. Siempre lo mejor, no lo que sobra. Y para “rescatarlo”, ofrecen lo que prescribía la Ley del Señor: “un par de tórtolas o dos pichones”. Es la ofrenda de los pobres, que José y María hacen por su Hijo. En el Templo, se encuentran con dos personas llenas de Dios. Simeón era un hombre justo y piadoso y “el Espíritu Santo estaba con él”. Ese Espíritu le hizo reconocer, en aquel Niño, al Mesías. Lo cogió en brazos y bendijo a Dios: “mis ojos han visto a tu Salvador”. Y dice de ese Niño que va a ser una gran luz para todas las naciones, para creyentes y no creyentes. Pero también que será un “signo de contradicción”, y eso provocará dolor, en primer lugar, para su madre, que escucha atenta sus palabras.
La otra persona es Ana, una profetisa, que se dedicaba a hablar de Dios y a darle culto. Era viuda muchos años y había consagrado su vida a Dios, con sus ayunos y oraciones. Aquella profetisa, al ver al Niño, “se puso a dar gloria a Dios y a hablar del Niño a todos los que esperaban la liberación de Jerusalén”. Dios hizo un gran regalo a aquellas personas: descubrirle a Él mismo en aquel Niño, y llenar de esperanza y alegría sus vidas para siempre. Nosotros podemos también descubrir un regalo de Dios en los niños que nacen. Son suyos, son un regalo, son una gracia y, al mismo tiempo, una responsabilidad. Por eso hoy en día se los presentamos, se los “devolvemos”, los ponemos en sus manos de Padre para que crezcan y sean fuertes y estén llenos de sabiduría y gocen del favor de Dios, como aquel Niño Jesús, acompañados de sus padres y de sus padrinos. Todos los que hemos recibido el Bautismo, y con él, el Espíritu Santo, conocemos sobre la fuerza de Dios para vivir como hijos suyos. Jesús nos invita a estar “en el candelero” de la vida, dando luz. Así somos los cristianos, como la luz, no para escondernos, sino para iluminar. Para eso recibimos el Bautismo y los demás sacramentos. Y la luz se pone “en el candelero”, en los lugares donde hace falta iluminar. Ahí estamos llamados a estar los cristianos, no recogidos en las sacristías, sino alumbrando el mundo, que necesita de nuestra luz. “En los candeleros” de la vida seremos la luz de Jesús para todos.
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