La Oración

Por Padre Jairo Gregorio Congote
Necesitamos más a Dios cuando perdemos el control, buscamos a ese Ser del que hemos aprendido a hablar para que intervenga y nos ofrezca ayuda: una cura, una respuesta, una solución, protección. Con frecuencia podemos atribuir una cualidad “mágica” a las palabras de nuestras oraciones, creyendo que si decimos las palabras correctas, de la manera correcta, producirán los resultados que deseamos. ¿Qué dice este tipo de pensamiento sobre quién es Dios? ¿Es éste el Dios del que predicó Jesús? Si el Dios que me ama y me creó sólo puede ser abordado eficazmente y posiblemente apaciguado utilizando un formulario prescrito de palabras y acciones, entonces algo está mal. No es así como debe ser. Dios nos ama incondicionalmente y conoce nuestras necesidades incluso antes que nosotros.
Queremos ser testigos de la presencia y el poder de Dios en los acontecimientos dramáticos de la vida, el viento, un terremoto y el fuego. Pero Dios no está ahí. Es mucho más sencillo y silencioso que todo eso. Dios se encuentra en el pequeño susurro. Es el mismo susurro que oyes cuando te tranquilizas y miras en tu interior, dándote cuenta de que no estás solo. Nunca hay nada dramático en la forma de rezar de Jesús. Incluso en su momento de mayor debilidad, cuando agonizaba en el huerto ante la idea de aceptar su destino, estaba en silencio y sólo se oía un pequeño susurro, una voz tranquilizadora en su corazón que le pedía que confiara. En y a través de todo el caos y las variables de la vida, Jesús está con nosotros pues nos trae orden, comprensión, dirección y esperanza. Es a través de nuestros momentos de oración que podemos conectar con nuestro verdadero yo, ¡y Abba! Entrar en contacto con el centro sagrado y santo de nuestro ser y comprender lo que significa ser hijo de Dios puede permitirnos aportar una convicción de propósito a todo lo que la vida nos presenta y la resistencia y la fuerza para perseverar incluso en los momentos más difíciles.
Aunque Jesús derramó lágrimas de dolor, nunca se derrumbó ni se desmoronó, ni siquiera cuando se enfrentó a la cruz. Aunque nunca podremos librarnos del miedo, sí que podemos controlar sus efectos. A veces, el miedo nos impide afrontar las dificultades de la vida, cosas que sabemos que tenemos que hacer descubriendo nuevas posibilidades y horizontes, superando nuestros fracasos y creciendo. El miedo entorpece nuestras relaciones, incluso nuestra relación con Dios. Puede paralizarnos e impedirnos actuar y vivir. Vivir el Evangelio no consiste en hacer que Dios haga lo que nosotros queremos o necesitamos que haga. Se trata de descubrir quiénes somos, quién es Dios y qué debemos hacer para vivir como hijos auténticos de nuestro amoroso Creador. Las peticiones de los discípulos se referían siempre a cosas grandes e importantes: aprender a rezar, tratar de entender lo que Jesús enseñaba, descubrir quién era Jesús en realidad y conocer lo que significa ser discípulo. ¿Son nuestras peticiones a Dios tan sencillas como éstas? Las palabras expresan y afectan a nuestras relaciones. La forma en que rezamos revela la verdad sobre cómo nos sentimos con nosotros mismos y sobre quién creemos que es Dios. Cuando nuestros padres nos empujan a enfrentarnos a las dificultades de la vida, no dejan de querernos. Dios tampoco. Dios ve el plan eterno de nuestras vidas; sólo vemos lo temporal. Debemos recordar que aún nos queda mucho por crecer y descubrir. También debemos ver con la seguridad y la convicción que provienen de un abrazo real al “Susurrador de nuestras almas” que, independientemente de lo que ocurra en nuestro mundo temporal, todo irá bien. No nos hundiremos. Escucha el susurro. Lo oirás.

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