Hipocresía y Falsedad de Vida

Por el Padre Gregorio Congote

Jesús no hablaba directamente contra los sacerdotes o las autoridades religiosas judías, sino contra los escribas y fariseos que se habían constituido a sí mismos en directores religiosos del pueblo judío. Los escribas y fariseos eran en su mayoría personas laicas que se habían inventado una nueva forma de clericalismo, formando una nueva clase religiosa, llena de fanatismo rigorista y ciego al servicio de la Ley, con lo cual no ayudaban sino que oprimían a la gente sencilla. Nuestro Señor quería abrir los ojos del pueblo para liberarlo de aquellos letrados opresores. Los escribas y los fariseos se habían apropiado la tarea de formadores, de dar consejos y sentencias sobre la Ley de Moisés. Imponían cargas religiosas sobre la conciencia del pueblo sencillo, olvidándose de las necesidades del prójimo, llegando a convertir la Ley en un yugo insoportable.

Los fariseos de entonces, como algunos de los predicadores de programas religiosos que ahora vemos en la televisión, obraban de cara a la galería, buscando el aplauso y la alabanza de la gente; les faltaba una verdadera motivación interior. Ellos procuraban figurar y alimentar su orgullo, vanagloria e hipocresía. Les gustaban los títulos honoríficos de “maestro, padre, guía”, usándolos para ponerse sobre los demás. Jesús condenó el uso de esos títulos, no porque fueran males en sí mismos, sino porque los usaban para provecho propio, queriendo ser los primeros en todo. La enseñanza de Jesús sigue siendo válida para nuestro tiempo cuando hay personas que recurren a títulos para gloriarse, ponerse sobre los demás y formar clases privilegiadas.

Todavía hoy, el pecado más típico de las personas religiosas, incluso de los laicos, es la hipocresía y falsedad de vida. No es fácil evitar las tentaciones para mantenerse fiel al espíritu del evangelio. Hoy, algunas personas, en lugar de usar filacterias como los fariseos usan biblias elegantes y bien encuadernadas, medallas y escapularios que proclamen la religiosidad de la persona. Por esto, siempre tendremos que cuestionar nuestras motivaciones; no habrá que buscar títulos de ostentación sino de servicio, ya que la verdadera dignidad del cristiano está en el servir a los demás, especialmente a los necesitados. La participación en la vida religiosa y espiritual no debe hacerse por puro cumplimiento, porque eso no sería más que una forma de “cumplo y miento”; estamos llamados a obrar siempre por convicción y no por convención o por el qué dirán o para que digan.

A veces parece ser conveniente hacer una crítica sana y positiva de nuestras instrucciones religiosas, pero no hay que olvidar que solo el que esté sin pecado puede tirar la primera piedra. La Iglesia Católica, en el pasado y en el presente, ha sufrido momentos de grandes crisis, pero, guiada por el Espíritu de Jesús, siempre ha sido purificada y fortalecida, así sucederá con las crisis del presente y del futuro.