Valor absoluto del Reino de Dios

Las parábolas del Reino de Dios son: tesoro en el campo, perla fina y red barredera. El mensaje de las dos primeras parábolas coincide en la valoración del reino como bien supremo. Lo cual tiene dos efectos inmediatos: Gozo y alegría por su hallazgo inesperado (el tesoro escondido) o afanosamente buscado (la perla de gran valor), y en ambos casos los afortunados descubridores, llenos de alegría, venden todo lo que tienen y compran el campo del tesoro o la perla, respectivamente. La tercera parábola, la de la red de arrastre que se echa al mar y recoge toda clase de peces, tiene el mismo significado que la cizaña en medio del trigo. La valoración del reino de Dios como el primero en la escala de valores requiere discernimiento y sabiduría porque si es un tesoro cuyo conocimiento genera gozo desbordante, es también una exigencia radical que supone renunciar a muchas cosas. El misterio del reino fascina de tal modo que el que lo capta en toda su plenitud, entiende que vale la pena sacrificárselo todo, porque nada se le compara. Esto explica la entrega incondicional de todos los grandes convertidos de todos los tiempos; por ejemplo, san Pablo que encontró el tesoro inesperadamente, o san Agustín que lo buscó angustiosamente. Cuantos santos lo sacrificaron todo por el seguimiento del reino de Dios. Esa es también la opción de tantos cristianos hoy día, cristianos que, tomando en serio el evangelio, se deciden a seguir fielmente a Cristo.
Cristo va por las aldeas y sinagogas y proclama la buena nueva del reino y envía a sus discípulos a anunciar la proximidad del mismo. Pero lo más importante es que el reino de Dios se identifica con la persona de Cristo. A pesar de hablar continuamente del reino de Dios, Jesús no nos dejó un tratado sobre el mismo, ni siquiera una definición; sino imágenes, parábolas y sentencias que constituyen datos y apuntes sobre el reino de Dios, que nosotros hemos de asimilar meditándolos. Jesús comenzó su actividad apostólica proclamando la llegada del reino y la conversión al mismo. Oír el anuncio del reino y de la conversión al mismo es motivo de gozo para el hombre, porque es proclamar la salvación de Dios para el hombre. Y salvación de Dios y felicidad del hombre se corresponden. A base de parábolas, Cristo habla de la salvación con imágenes de vida, dinamismo y felicidad que tocan a la persona en su núcleo más profundo. Así: el perdón de una gran deuda, el tesoro hallado en el campo, la perla preciosa, la vuelta del hijo pródigo al hogar, el banquete de bodas, la oveja encontrada, la dracma recuperada. Son imágenes todas en que desborda la alegría del hombre por la salvación de Dios concretada en la posesión del reino. El reino es la absoluta y amorosa soberanía del Dios vivo en la vida y el mundo de los hombres. El reino de Dios es el determinante de las actitudes evangélicas del discípulo que sigue a Cristo, y que se concretan en las bienaventuranzas y en el amor a Dios y al prójimo. El reino es fe, esperanza y caridad en ejercicio; es la máxima exigencia moral cristiana que pide una conversión profunda a Dios y al hermano. El reino es un valor que cotiza siempre en alza, más todavía es el valor supremo, por el cual todo sacrificio resulta pequeño. Por eso nos dijo Cristo: Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura. Por eso quien capta el secreto del reino y asimila como criterio y norte de su vida el mandamiento básico que es amar, ha encontrado el tesoro escondido que le enseña a relativizar todo lo demás y a mantenerse en equilibrio y felicidad mediante el darse y el compartir. Si hemos encontrado el reino de Dios necesariamente debemos irradiar alegría, testimoniar esperanza y contagiar optimismo; pues el reino es fermento de humanidad y de madurez en las relaciones con los demás.