LA IGLESIA, COMUNIDAD DEL ESPÍRITU

Por el Padre Jairo Gregorio Congote

El Espíritu es un don de Cristo y del Padre: “Yo le pediré al Padre que les dé otro Defensor que esté siempre con ustedes, el Espíritu de la verdad”. Así habla Jesús del Espíritu como de una persona distinta de él y del Padre, y lo llama Paráclito. Término griego complejo que significa abogado, defensor, testigo que actúa en defensa de Jesús, portavoz que habla en su nombre cuando es juzgado por sus enemigos, maestro y guía de los discípulos, consolador y valedor de los mismos porque ocupa entre ellos el lugar de Jesús. En conjunto, Juan presenta al Espíritu Santo en un cometido muy concreto: ser la presencia personal de Cristo junto a los cristianos mientras el mismo Jesús permanece junto al Padre. Jesús también habla de su retorno, pues promete una presencia suya más continuada que las apariciones pascuales. Será por medio del Espíritu prometido quien va a ser la presencia permanente del mismo Jesús entre los suyos después de su retorno al Padre. Por eso afirmó Jesús: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”. El Espíritu desciende por medio de Pedro y Juan sobre los samaritanos, convertidos a la fe en Jesucristo y bautizados en su nombre gracias a la predicación y sanaciones del diácono Felipe.
La Iglesia es la comunidad del Espíritu y también fuera de la Iglesia actúa el Espíritu de Dios. Pero es la comunidad de fe el espacio, digamos, natural de su presencia y acción, como vemos en el conjunto del libro de los Hechos de los apóstoles. Este se comunica al grupo cristiano mediante el bautismo, la imposición de manos y la oración de los apóstoles y de los hermanos para realizar, conforme a la promesa de Jesús, las tareas que en su discurso de despedida señala como propias del Espíritu. La inhabitación del Espíritu en los creyentes es la nueva forma de vivir del Señor resucitado entre sus discípulos para siempre. Es también el Espíritu de Cristo quien mantiene unida a la comunidad pascual y la impulsa hacia la audacia evangelizadora rompiendo el estrecho concepto nacionalista de salvación y creando la libertad de Cristo frente al estéril legalismo religioso. Por eso el Espíritu es el gran don de Cristo resucitado a la Iglesia, nacida del misterio pascual, es decir de la muerte, resurrección y exaltación gloriosa de Jesús.
Hoy es día de preguntarnos hasta qué punto el Espíritu de Jesús alienta en nuestra propia comunidad y en nuestra vida personal. Así podremos glorificar a Cristo en nuestros corazones y estar siempre prontos para dar razón de nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere, como exhorta san Pedro. Sabemos que su promesa no es futurista, sino realidad ya presente por el Espíritu. El que cree y espera, mantiene un talante distinto frente a estas realidades negativas de la existencia; porque la resurrección de Cristo fundamenta la esperanza de la nuestra. Si Cristo no hubiera resucitado, diríamos de él que fue un hombre bueno, un gran profeta, un sublime maestro de espíritu; pero nada más que un hombre y, además, fracasado. Pero no fue así. Más todavía: el Espíritu que resucitó a Jesús vive en nosotros alentando la esperanza de nuestra propia resurrección. Él nos ayuda a entender en cristiano el mensaje positivo que encierra la cruz y muerte, y nos enseña abiertamente que la última palabra no la tiene el mal sino el bien, no la muerte sino la vida. Por eso podemos repetir con el salmista: «No he de morir, yo viviré para contar las hazañas del Señor». Si nuestra vida está unida a Cristo en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya; y estaremos prontos para dar razón de nuestra fe y esperanza a todo el que nos la pida.