Llegó la Cuaresma

El miércoles 22 de febrero, empezamos un tiempo litúrgico especialmente favorable para nuestro crecimiento espiritual: La Cuaresma. Pero ¿No la habremos asociado, quizá, con la idea un poco sombría de la penitencia? En realidad, lo que la Iglesia nos propone es una ascesis moderada y positiva que va a desembocar en la paz interior y en horizontes de esperanza, que acompañan el gozo de la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Ascesis positiva es algo así como una disciplina para el control de nuestros instintos y pasiones y para el ejercicio de las virtudes. La Cuaresma nos llevará de la mano por el camino de la Palabra de Dios, para que seamos plenamente conscientes de la fe que profesamos, y nos va a centrar en la persona de Cristo, en su mensaje y en el misterio de su muerte y resurrección.
En el sermón de la montaña Jesús nos vuelve a repetir que no basta amar a los que nos hacen el bien, pues eso lo hacen también los paganos; lo que verdaderamente distingue a los cristianos del resto de la humanidad es el amor a los enemigos. Cuando recorremos la historia del pueblo de Israel en el Antiguo Testamento nos sorprende ver con frecuencia la imagen de un Dios que está atento a castigar y a reparar los errores de su pueblo rebelde. Jesús nos lleva por un camino nuevo y revolucionario. Jesús corrige esa visión y nos recuerda que desde los tiempos más remotos Dios ha proclamado su mandamiento: “amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Él mismo se define como el ser “lento a la ira y grande en el perdón”. Es rico en misericordia y, a pesar de que el hombre cae una y mil veces nos sigue repitiendo: “no alimentarás odio ni rencor en tu corazón contra tu hermano”.
La ley eterna del amor llega a su perfección en Cristo que la encarna en su propia vida. Mirándolo a él se nos hace más fácil ser buenos. Las normas morales dejan de ser una fría doctrina para convertirse en caminos cercanos y atractivos de perfección. Jesús ha venido a perfeccionar la ley hasta convertirla en un compromiso de amor. Y el amor jamás dice: “Basta”. La única medida del amor es la santidad de Dios. Y es la santidad de Dios la que nos marca la medida y el modo del amor cristiano por el prójimo. El modo es la bondad y la misericordia del Padre; y la medida es “sin medida”.
Amar a mi enemigo y rezar por el que me persigue ya no va a ser algo imposible después que Jesús lo predicó y lo puso en práctica en la cruz. “¿Quieres ser hijo de Dios?” Hoy nos pregunta y después concluye, entonces sigue mi ejemplo. Muchos cristianos han sido capaces de vivir el amor hasta sus últimas consecuencias. Desde los hijos que perdonan a los asesinos de su padre hasta compañeros nuestros que han hecho del mensaje de Jesucristo su programa de vida.
No tenemos que esperar a que lleguen las ocasiones heroicas para amar sin medida y devolver bien por mal y rezar por los enemigos. Podemos hacerlo hoy también  dentro de los muros de nuestra casa, o en el trabajo, o en la escuela; en esos pequeños momentos en que nuestro corazón perdona, olvida y construye una relación fraterna porque nos mueve Cristo crucificado que murió orando por sus enemigos: “Perdónalos porque no saben lo que hacen”, San Pablo también nos invita: “Vence el mal con el bien”.
El ejercicio cuaresmal de conversión a través de la oración, la penitencia y la caridad es, pues, el camino favorable para continuar con nuevas fuerzas y nueva ilusión el seguimiento de Jesús, y la única tarea importante por la que vale la pena gozar y sufrir. La Cuaresma que hoy comienza deberá motivarnos a vivir de cara a Dios, a superar la frivolidad y la superficialidad, a disponernos para alcanzar lo único necesario. La ceniza con  que marcamos nuestra frente nos recuerda la caducidad de todo lo material, incluida nuestra propia vida, y el engaño constante que padecemos, sobre tantas cosas como ocupan vanamente nuestro corazón, sin que sean capaces de darnos paz. La ceremonia de la ceniza es una llamada a la conversión; esto es: a reconocer con espíritu de arrepentimiento la inhumanidad y la desorientación en que vivimos con demasiada frecuencia y perjuicio de nuestra felicidad, y orientarnos decididamente en la dirección positiva.
Todo nos lleva a preparar un corazón abierto y sincero y a purificar nuestras intenciones. La oración, el ayuno y el servicio a los demás, deberán ser esas prácticas cuaresmales que vivamos delante de Dios, teniendo como modelo a Jesús, que vivió enteramente para Dios y para los hombres.