La Oración con Jesús

Jairo Gregorio Congote

Se llama “oración sacerdotal” la oración que hizo Jesús en la última cena. Jesús dirige su oración al Padre. Primero, Jesús pide al Padre ser glorificado, una vez concluida su obra reveladora. Segundo, el Señor ora por sus discípulos presentes para que sean uno como él y el Padre. Tercero, Jesús reza finalmente por la comunidad futura de los que creerán en Jesús como enviado del Padre. Su calidad más honda radica en la intimidad que Jesús demuestra con Dios a quien llama continuamente Padre. Por eso trasciende el tiempo y el espacio, pues Cristo se dirige a sus discípulos de todos los tiempos. El hecho de pronunciar su oración al Padre en voz alta y ante sus amigos es una invitación a que participen en tan singular unión ellos y los creyentes de las generaciones futuras: “No solo por ellos te ruego, Padre, sino por todos los que crean en mí por su palabra, para que sean uno como tú en mí y yo en ti.”
Se dice que hoy día hay crisis de oración. Otros denuncian que los que oran se desentienden del mundo y que, en cambio, los que quieren revolucionarlo no rezan. La Iglesia primitiva comenzó el camino histórico de la misión ejercitándose en la oración comunitaria con contacto con Cristo y su Espíritu. El ejemplo del Señor, de María y de los apóstoles es una lección evidente para cuantos seguimos a Jesús. En la oración, que es comunión con Dios, está la fuerza de la comunidad y del cristiano para testimoniar a los demás la presencia de Cristo, Señor glorioso y Salvador del hombre. Necesitamos orar siempre, y con más intensidad todavía en los momentos de crisis personal o comunitaria, para reafirmarnos en nuestra identidad cristiana. Entonces solo puede rehabilitarnos un encuentro personal con el Dios que es vida y amor. La oración es hablar con Dios como personas libres, más aún como hijos suyos que somos. Saber rezar no es difícil: basta hablar con Dios. A veces escuchar es suficiente. Nuestra oración puede ser individual o comunitaria, mental o vocal, espontánea o ya hecha: salmos, plegarias, cantos, por excelencia: el padrenuestro. La oración lo es todo en nuestra vida cristiana, como lo fue para Jesús: comunicación personal con Dios, experiencia de su amor que nos salva y dignifica, apertura al don de la salvación de Dios y conciencia de nuestra adopción filial. La oración auténtica es la medida de nuestra madurez y capacidad cristianas de diálogo con el Padre y con los hermanos; es súplica, bendición y alabanza a Dios, superación de las crisis de fe y esperanza, y fuerza y aliento en la tarea de cada día. No hay cristiano, no hay apóstol, no hay testigo, sin oración personal y comunitaria. Todos los grandes santos y espirituales de todos los tiempos han sido cristianos de mucha oración. Así fueron capaces de captar el misterio de lo indecible y transmitirlo a los hombres sus hermanos. Al igual que en la vida de Jesús y en la primera Iglesia, la oración viene a ser para las comunidades de hoy y para cada creyente una virtud que se relaciona con todo el panorama del vivir cristiano en sus múltiples aspectos: la vida personal, comunitaria, familiar, laboral y cívica; la fe, el amor y la esperanza; la opción por la verdad, el bien, la justicia, la fraternidad y la solidaridad humanas. Por eso la oración es una dimensión indispensable para una vida cristiana pujante. La oración, la contemplación y la experiencia de Dios, cuando son auténticas, pasan a la acción liberadora. El que cree, espera y cree siempre; el que ora, reza siempre sin limitarse a espacios como el templo, ni a horarios señalados, como la misa dominical o diaria. Aunque también es bueno asegurar un mínimo. La oración es vivencia personal. Solamente ejercitándola se posee, y viviéndola se comprende. Por eso podemos crecer siempre más en la oración. Hoy es la ocasión de preguntarnos cuánto y cómo rezamos, tanto individual como comunitariamente.